Nothing is ever forever

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Nunca nada es para siempre
─Es niña –informó la partera a su padre y el hombre salió de la casa, montó su caballo y más nunca nadie volvió a saber de él. María creció escuchando aquella historia, no solo de boca de su madre que la veía como la razón del abandono del hombre amado, también su familia y toda la gente de la aldea le hacían ver que el deseo del padre era tener un hijo varón que pudiera ser el primogénito y el dueño de sus cosas.

Tal vez por esa marca, María creció como crecen las flores silvestres: no requirió de mucho para sobrevivir. Aprendió a caminar rápido, a comer sola, cuando era apenas una bebé. Con el tiempo se convirtió en una morena de rasgos bonitos, esbelta, risueña, humilde y honrada, que se conformaba con el poco amor que pudiera darle su madre:

─Si hubiese tenido un hijo varón, no solo se hubiese quedado conmigo mi marido, también tendría dos hombres que trabajaran la tierra y el campo. En cambio Dios me condenó a tener una hija hembra –repetía cada vez que podía la madre de María delante de ella y de cualquiera que pudiera escucharla. Aquella aldea mantenía una cultura patriarcal, en donde la mujer no era nadie si no tenía un hombre a su lado. Por este motivo, no solo le daban la razón a la madre, sino que también veían a María como si fuera una señal de la mala suerte.

Por eso, cuando María tuvo edad de formar su propia familia, su madre la incitó, casi que la obligó a casarse. Aunque María no estaba enamorada de nadie, su madre escogió por ella al hombre con el que debía pasar el resto de sus días.

Fue así que sin noviazgo y sin conocerse mucho, María se casó con Alberto, un muchacho de la misma aldea que tenía varios terrenos propios. Desde la primera noche nupcial, Alberto le dejó claro a María que su deseo era tener un hijo varón pronto. Aquella aseveración, parecida a una orden, estremeció a María, quien no podía dejar de pensar en su propio nacimiento.

María no se embarazó rápido, por lo que tuvo que escuchar las quejas de su esposo, de su madre y todo el pueblo:

─¿Cuándo piensas embarazarte? ¿Estás tomando algo para evitarlo? >– preguntaba el marido de manera airada- Si no te embarazas rápido, te devolveré a tu madre –remataba en forma de amenaza.
Al igual que siempre y como estaba acostumbrada, María guardaba silencio, negada a llevar la contraria a los otros, imposibilitada a opinar diferente y con una especie de miedo por dentro que no la dejaba dormir. Ni con la noticia de su embarazo, María dejó de sentir miedo: ya no era embarazarse, ahora era que el niño naciera varón.

─Tiene que ser varón –afirmaba el esposo.
─Será un varón –pronosticaba la gente.
─Ojalá no te pase como a mí. Ojalá sea un varón –imploraba la madre de María con cierta lástima.

El corazón de María latía acelerado y sentía dentro de ella que el corazón de la criatura latía también con mucha fuerza:
─Al igual que yo, mi bebé también tiene miedo, pensaba María abrazando su barriga como si en aquel gesto pudiera proteger lo que llevaba adentro.
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El día del alumbramiento llegó y como si hubiese sido una película repetida, María escuchó que la partera le decía.
─Es una niña.

Lo que tanto temor le había provocado a María, había sucedido: su esposo, su madre y todo el pueblo le daban la espalda. Pero a diferencia de su madre, María tomó a su niñita en los brazos y salió de aquella aldea lo más pronto que pudo.

Al estar lejos, María, con su niñita, sintió una felicidad jamás experimentada. Se sintió tan feliz, que comenzó a llorar mientras besaba a su bebé que dormía plácidamente. Respiró hondo, miró el horizonte como si fuera el fulgor de una estrella, quedó embelesada, en paz consigo misma, con verdadero deleite dijo mirando a su niña:

─Para ti y para mí, a partir de este instante, todo será diferente.