Amiga de las letras (SUNO)

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Domingo 7 de septiembre, 2025.

Este fin de semana estuvimos como equipo de salud sumergidos, por así decirlo, en un caso bastante particular: nos llegó un paciente cachaco (del interior del país, o para que se entienda, personas que no son de la costa, sino de la sierra) con problemas pulmonares subsecuentes al buceo que practicó hace dos semanas sin una preparación previa. Atendieron la emergencia en el hospital de la costa al que lo llevaron y cuando le dieron el alta, le dijeron que siguiera en tratamiento con un neumólogo de la ciudad de donde recidía, pero como siempre pasa con las personas, se confió en que como ya atendieron la emergencia él estaría bien para continuar con su vida, sin embargo, no fue así porque pasaron como cuatro días de haber regresado a su casa y su salud se complicó muchísimo, así que llegó al área de emergencias de donde yo trabajo y ahí comenzó una nueva historia para él, para la familia, y para el grupo de médicos y enfermeras que estuvieron tratando de arreglar las cosas con su cuerpo.

Él ahora está fuera de peligro, pero esto no quiere decir que su lucha en el hospital no continúa. Está internado en el piso de pacientes con problemas neumológicos, va saliendo adelante, pero poco a poco. Es un hombre joven, pero eso no quiere decir que las fuerzas incluso para respirar, en él continúan intactas.

Les cuento esto por lo que quiero compartir con ustedes. Yo no soy experta en el tema del buceo, ni a profundidad en temas neumológicos, y menos en lo que tiene que ver con la medicina hiperbárica, pero recopilé algunos datos para escribir esta publicación y sacar la canción de Suno.

El ser humano siempre ha sentido fascinación por lo que yace bajo la superficie del agua. No fue solo curiosidad, sino necesidad: recolectar alimentos, recuperar objetos perdidos, explorar naufragios. Los primeros intentos eran rudimentarios —buceadores en apnea, conteniendo el aliento, descendiendo con piedras atadas al cuerpo para vencer la flotabilidad—, pero ya entonces se vislumbraba una voluntad de permanecer más tiempo, de ir más profundo, de entender ese mundo silencioso y cambiante.

Con el paso de los siglos, la imaginación y la ingeniería se unieron para superar los límites del cuerpo. En la antigua Grecia y Roma, ya se usaban campanas de buceo improvisadas, recipientes invertidos que atrapaban aire, permitiendo respirar unos minutos bajo el agua. Siglos después, en el Renacimiento, Leonardo da Vinci dibujó escafandras y sistemas de respiración, aunque muchos de sus diseños jamás se construyeron. La verdadera revolución llegó en el siglo XVIII y XIX, cuando inventores como Augustus Siebe perfeccionaron trajes herméticos conectados a bombas de aire desde la superficie, permitiendo inmersiones prolongadas y seguras, aunque aún atadas a una manguera como cordón umbilical.

Pero el salto definitivo —el que liberó al buceador de la superficie— llegó en 1943, de la mano de Jacques-Yves Cousteau y Émile Gagnan. Juntos desarrollaron el primer regulador de demanda eficaz, el Aqua-Lung, que permitía respirar aire comprimido de manera autónoma, según la necesidad del buceador. Fue como dar alas bajo el agua: de pronto, el océano dejó de ser un territorio hostil y se convirtió en un espacio para explorar, estudiar, maravillarse. Cousteau no solo inventó; filmó, narró, contagió al mundo entero con su pasión por los fondos marinos.

A partir de ahí, todo se aceleró. La tecnología avanzó: mezclas de gases para profundidades extremas, computadoras de buceo, trajes térmicos, luces potentes, cámaras resistentes a la presión. El buceo recreativo se masificó, dejó de ser solo para militares, pescadores o científicos, y se volvió un deporte, una forma de conexión con la naturaleza, una filosofía de vida para muchos. Las certificaciones se estandarizaron, las agencias de entrenamiento proliferaron, y con ellas, una cultura de seguridad, respeto y conservación.

Hoy, quien se sumerge lo hace con equipos precisos, protocolos claros y una conciencia ecológica que antes no existía. Se bucea no solo para ver, sino para proteger; no solo para descender, sino para entender. Detrás de cada inmersión hay siglos de intentos, fracasos, genialidades y coraje. El buceo, en esencia, sigue siendo lo mismo: un acto de humildad frente a un mundo que nos recuerda, con cada burbuja que sube, cuán pequeños somos —y cuán grandes pueden ser nuestras aventuras— cuando nos atrevemos a cruzar la frontera del agua.

Físicamente, el cuerpo se mueve en ingravidez, como si flotara en el espacio. Cada gesto es suave, eficiente, casi meditativo. Los músculos se tonifican sin impacto, el corazón se fortalece con el esfuerzo controlado, y los pulmones aprenden a expandirse con paciencia. No hay carreras ni saltos bruscos; hay equilibrio, flotabilidad, armonía. Es ejercicio sin estrés, movimiento sin desgaste.

Bucear, para los expertos, es un acto de libertad, pero también de responsabilidad —hacia uno mismo, hacia los demás y hacia el entorno que se visita. No es un deporte de riesgo si se respeta su naturaleza, pero se vuelve peligroso en cuanto se ignoran sus reglas. El primer cuidado, el más elemental, es nunca bucear solo. Siempre debe haber un compañero, alguien que conozca los protocolos, que sepa interpretar una señal de auxilio, que pueda intervenir si algo falla. La confianza no se deposita en la suerte, sino en la preparación compartida.

La planificación es sagrada. Antes de sumergirse, se revisa el equipo —mangueras sin fugas, reguladores que respiran suave, manómetros precisos, computadoras cargadas—, se acuerda la profundidad máxima, el tiempo de fondo, la ruta de ascenso. Se estudia la corriente, la visibilidad, la temperatura. Y sobre todo, se escucha al cuerpo: si hay fatiga, resfriado, ansiedad o malestar, se pospone la inmersión. El mar no perdona la arrogancia, pero sí premia la humildad.

El ascenso es donde muchos cometen errores. Subir demasiado rápido puede provocar enfermedad por descompresión —las burbujas de nitrógeno atrapadas en la sangre, los tejidos, las articulaciones—, un riesgo evitable si se respeta la velocidad de ascenso (nunca más de 9 metros por minuto) y se realizan paradas de seguridad, aunque la inmersión haya sido corta o superficial. La computadora de buceo no es un adorno; es la brújula que guía el regreso a la superficie sin apuros ni imprudencias.

Tampoco se debe contener la respiración. Nunca. Ni un segundo. El aire en los pulmones se expande al subir; retenerlo puede causar una embolia gaseosa, una lesión grave, a veces fatal. Se respira lento, constante, como si cada exhalación fuera un susurro al océano. Y se vigila el consumo de aire —no por competencia, sino por conciencia—, porque quedarse sin gas bajo el agua no es una emergencia, es una negligencia evitable.

Hay quienes, por salud, no deberían bucear. No es un capricho médico, sino una cuestión física: el cuerpo debe soportar cambios de presión, esfuerzo cardiovascular, exposición prolongada al frío y a la humedad. Está contraindicado para personas con enfermedades pulmonares obstructivas, asma no controlada, antecedentes de neumotórax espontáneo, o problemas cardíacos no estables. Tampoco para quienes padecen epilepsia no medicada, vértigos recurrentes o trastornos psiquiátricos que afecten el juicio bajo estrés. El embarazo, aunque no siempre es un veto absoluto, generalmente se considera una razón para abstenerse, por la falta de estudios concluyentes sobre los efectos de la presión en el feto.

Incluso condiciones aparentemente menores —como un resfriado con congestión nasal— pueden volverse peligrosas: si no se puede igualar la presión en los oídos o los senos paranasales, el dolor puede ser insoportable, y la lesión, irreversible. Y por supuesto, el alcohol, las drogas o los medicamentos sedantes no tienen cabida antes de una inmersión. Alteran los reflejos, nublan la percepción, engañan al cuerpo.

Quien bucea con respeto —por las reglas, por su cuerpo, por el entorno— encuentra en el mar no solo belleza, sino longevidad en la práctica. El océano no discrimina, pero exige preparación. No castiga, pero sí responde a la imprudencia. Y quienes lo entienden así, no solo regresan a la superficie con historias que contar, sino con la certeza de que volverán —una y otra vez— a ese mundo silencioso que, con cada inmersión, les devuelve más de lo que les pide.

Como ya casi se acaba el número de caracteres de la caja de información, les dejo con la canción que le pedí a SUNO, esperando que esta publicación les haya servido, no solo como entretenimiento, sino que les haya aportado un poco, una chispa de contenido que genera valor.

🎵 🎶 🎶 🎶 🎵 🎼 🎼 ♬ ♫ ♪ ♩

Esta fue una canción y reflexión de domingo.

Gracias por pasarse a leer y escuchar un rato, amigas, amigos, amigues de BlurtMedia.

Que tengan un excelente día y que Dios los bendiga grandemente.

Saludines, camaradas "BlurtMedianenses"!!

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