Pueblo Esperanza

—No te tapes —le dije.
El olor era insoportable. Apenas se podía respirar. La casa junto a la que habíamos detenido el auto era un conjunto de ranchos y construcciones para albergar animales de granja. Los techos eran de chapa y había diversos objetos sobre ellos: ladrillos, tablones de madera, sillas viejas, juguetes de niños, todo pudriéndose a causa de las lluvias y la humedad. Me pregunté por qué la gente arrojaría esas cosas a los techos. Abajo, en el suelo, no había ni un poco de pasto. Las gallinas escarbaban la tierra con sus patas y picoteaban aquí y allá, buscando algún bicho.
—No sé cómo hacen para vivir así —dijo Julieta con voz nasal. Todavía se tapaba la nariz con los dedos.
—Dale, no seas jetona.
Julieta se destapó la nariz, pero mantuvo la cara de desagrado. Avanzamos esquivando charcos. Había estado lloviznando y la calle estaba embarrada. Junto a la tranquera abierta de la casa, dormía un enorme perro. Cuando nos acercamos, apenas se molestó en mover las orejas.
—Parece que no anda el timbre —dijo Julieta mirando al perro.
¿Cuántas veces Julieta me había hecho pasar vergüenza ante conocidos y desconocidos? Ya había perdido la cuenta. Tenía esa capacidad de decir barbaridades en los momentos menos oportunos, a un volumen inconveniente. Sus amigas decían que tenía incontinencia verbal. Yo no podía negarlo.
Caminamos unos pasos a lo largo del alambrado por si veíamos a alguien. A lo lejos, unas chicas jugaban a la pelota con una botella de plástico. Les hice señas con el brazo en alto. Las chicas nos miraron unos instantes y salieron corriendo. Se metieron detrás de un galpón construido con chapas oxidadas.
—¿Viste? —me dijo Julieta conteniendo la risa—. Caminaban como patitos.
—Basta, Juli.
—En serio, parecían patitos.
—Estarían jugando.
Julieta levantó los hombros y sonrió. Eso es lo que hacen los chicos, después de todo. Jugar a ser doctores, guerreros, cantantes o patos.
—¿Por qué no aplaudís? —sugirió Julieta.
Sin esperar mi respuesta comenzó a aplaudir ruidosamente.
—Dale, ¿no querés chiflar también? Quizás están durmiendo… Preguntemos en otro lado.
Julieta se llevó las manos a la boca y chifló. Presioné mis ojos con las manos y empecé a lamentar haber venido hasta este pueblo. En contra de mis deseos, una mujer mayor apareció entre los galpones. Caminaba con dificultad, lentamente. A medida que avanzaba golpeaba a las gallinas con un bastón. Esperé a que se acercara un poco más para hablarle.
—Hola, ¿cómo va? Espero no haberla despertado. Estamos buscando la casa de los Gómez.
La mujer dejó de caminar. Por su expresión, estaba muy fastidiada por nuestra presencia.
—¿De quién? —me preguntó con voz áspera y aguda.
—De la familia Gómez.
—¿Gómez? No conozco a ningún Gómez por acá. ¡Cacho! ¿Cónocés a algún Gómez?
Un hombre, también mayor, se asomó a la puerta de uno de los galpones. Estaba vestido como gaucho, con bombacha, boina y pañuelo.
—¿Gómez? —dijo mientras negaba con la cabeza—. Acá no hay ningún Gómez, don. ¿Está seguro de que es Gómez?
Del mismo galpón salió una mujer mucho más joven, pero con la piel arrugada como una anciana.
—Los Gómez, papá. Los de allá al fondo.
El señor la miró confundido.
—¡Salí de acá! —le gritó la mujer mayor a una gallina, mientras le daba un bastonazo.
Julieta se sobresaltó y me clavó las uñas en la mano. Otra fea costumbre, clavarme las uñas para contarme que se estaba poniendo nerviosa.
—¿Conoce la casita de la Sonia? —me preguntó la mujer más joven.
—No, ni idea, no somos de acá.
La mujer pareció fastidiarse ante mi respuesta, aunque era obvio que no éramos del pueblo y que no conocíamos a “la Sonia” ni a su casita.
—Mire. Siga derecho por acá hasta que vea un espinillo grande. Ahí dobla y hace medio kilómetro más o menos. Va a ver la casa del viejo Sotelo, una medio verde. Ahí enfila a la izquierda y va a llegar a lo de los Gómez.
—O sea sigo derecho… ¿y ahí doblo para dónde?
—Dobla para la derecha, para el otro lado hay campo.
—Ah, está bien, muchas gracias.
—No hay de qué, don.
—¿Para qué los busca a los Gómez? —gritó la mujer mayor cuando estábamos por irnos.
—No, nada, tenemos unas cartas para darles.
La mujer asintió lentamente con su cabeza, varias veces. Cuando contamos en casa que íbamos para Córdoba, el abuelo nos había dicho: si pasan por el pueblo La Esperanza, tengo unas cartas para los Gómez. Julieta me había mirado con los ojos bien abiertos. No te metas en quilombos, quería decir. Pero el abuelo era el abuelo y quién sabe cuánto tiempo más iba a durar, pobre. En los pueblos se conocen todos, nos tranquilizó el abuelo, no van a tener problemas para encontrarlos. ¿Para qué quiere que llevemos esas cartas?, me preguntó Julieta después. Qué se yo, cosas de viejo.
—Qué gente rara —dijo Julieta cuando subimos al auto—. ¿Entendiste cómo hay que hacer para llegar?
—No, pero no quería seguir preguntando. Dijo que sigamos hasta el espinillo. Supongo que debe de ser un árbol.
—Como si no hubiera árboles acá…
Al costado de la calle, había un árbol cada unos cinco metros. No teníamos ni idea de cómo se tenía que ver un espinillo. Quizás tuviera espinas, pero no íbamos a andar inspeccionando cada árbol. Avanzamos unas tres cuadras con el auto. Las casas eran cada vez más precarias y la calle tenía más y más pozos y huellas de camionetas y tractores en el barro. Empecé a temer que nos quedáramos encallados.
—Se está poniendo medio feo acá —dijo Julieta—, ¿por qué no doblamos?
Tenía razón. Lo mejor era salir de esa calle. De todos modos, no teníamos posibilidades de diferenciar un espinillo de cualquier otro árbol. Doblamos hacia la derecha y avanzamos por una calle con muy pocas casas. Aparentemente la calle anterior era “la principal”.
—Mirá eso —dijo Julieta.
—Jodeme.
A lo lejos, en un descampado, dos chicos avanzaban montados en unos galgos.
—Boludo, este pueblo es muy raro. Esos pibes están andando en perro.
—Capaz es normal, qué se yo.
—¿Cómo va a ser normal andar perro? ¿Me estás jodiendo?
—Qué sé yo, es el campo…
—Boludo, no lo puedo creer, ¡están andando en perro!
Avanzamos unas cuadras más sin encontrar ninguna construcción verde. Frené el auto en una casa que podría haber pasado por abandonada si no fuera porque había ropa tendida afuera.
—Vamos a preguntar acá. —dije.
—Yo no bajo, andá vos.
Bajé del auto y aplaudí. Se acercaron unos perros. Estaban sucios y mal alimentados. Volví a aplaudir, pero no se asomó nadie. Escuché un chiflido. Julieta había bajado la ventanilla y estaba chiflando desde el auto. Me di vuelta para decirle algo, pero justo se abrió la puerta de la casa. Salió una señora mayor con el pelo muy largo y completamente blanco.
—Buen día, señora. ¿Cómo está? Estamos buscando la casa de los Gómez.
Me dio la impresión de que la señora se sobresaltaba.
—Yo no soy de acá, pregúntele ahí al Rúben que está atando a la oveja.
En la vereda de enfrente, un señor ataba una oveja a un viejo poste.
—¡Señor! —le grité—. ¿Qué tal? ¿Conoce usted a los Gómez?
—¿Los Gómez? —El señor terminó de atar a la oveja pacientemente. Me fui acercando de a poco. Pasaron quizás treinta segundos o un minuto. Después continuó—: Derecho. Siga para allá y pase la vía.
Me subí al auto.
—Hay que seguir derecho. —Por si acaso, no mencioné la parte de las vías.
—Decí que me cae bien tu abuelo… —mintió Julieta.
Avanzamos unas cuadras. Ya no había casas, era todo descampado.
—Me da un poco de miedo esto —dijo Julieta—. ¿Por qué no volvemos?
—Sigamos un poco y si no vemos nada, nos vamos.
Julieta lanzó entonces un grito. Se tapó la boca con la mano para tratar de contenerlo.
—Ay, boludo, ¿viste eso?
—¿Qué pasó?
—El pájaro ese, boludo, se llevó un gato.
—Nah, ¿cómo se va a llevar un gato?
—Te lo juro, boludo, bajó volando y se llevó un gato.
—No puede ser —le dije—. Mirá ahí ya están las vías.
—No bajemos, me da cosa este lugar.
—Ahí viene alguien caminando. Vamos a preguntar.
Frené el auto cerca de un hombre que acababa de cruzar las vías. Esta vez no me bajé. Dejé el auto en marcha y bajé la ventanilla.
—Buenas, ¿cómo va? Estoy buscando a los Gómez.
El señor llevaba pantalones rotos, alpargatas viejas y una camisa completamente desabrochada. Uno de sus ojos apuntaba hacia adelante y el otro hacia un costado. Se rascó la nuca antes de contestar.
—Los Gómez… Andá errado, don —me dijo—. Los Gómez están por allá. —Señaló una dirección indeterminada en el campo.
—Ah, ¿y cómo llego hasta allá?
—Uhh, va a tener que retomar. Acá nomás sale una callecita en diagonal…
Julieta dio un grito cuando un enorme pájaro se posó en el capó del auto. Yo también me sobresalté. El señor sonreía. Julieta estaba otra vez clavándome las uñas en la mano.
—Jeje, no hacen nada los chimangos, señora.
—Ay, perdón, me dan mucho miedo —dijo Julieta.
—Entonces agarro esa callecita en diagonal…
—Sí, le mete derecho por ahí, tiene un trecho largo, don. Va a ver una casita a la derecha que tiene un cartel. Ahí están los Gómez.
—Una pregunta —dijo Julieta—. Los pájaros estos ¿pueden llevarse un gato?
—¿Un gato? No, señora, a lo más un ratoncito, un pichoncito.
Saludamos al señor y retomamos con el auto. Agarramos por la callecita. Estábamos los dos nerviosos y un poco asustados. No hablamos en todo el trayecto. A lo lejos, vimos una casita. Nos fuimos acercando con el auto. No parecía una casa habitada. Estaba muy deteriorada, con pedazos de techo caídos, ventanas rotas, paredes descascaradas. El pasto no parecía haberse cortado en años.
De nuevo, Julieta no quiso bajar. Estaba inquieta, quería salir del pueblo lo antes posible. Como un guiño optimista al destino, agarré el paquetito con las cartas. Como había dicho el señor, había un cartel cerca de la entrada de la casa. Estaba muy oxidado. Un chimango estaba posado en el cartel y al menos una docena en el techo. Cuando estuve más cerca, pude leer en letras borroneadas por el tiempo: “Gracias por visitar Pueblo Esperanza”. El chimango del cartel chilló. Nos miramos brevemente. Y entonces el maldito pájaro volvió a chillar y se lanzó sobre mí. Me agaché, cubriéndome la cara con las manos, y pude sentir el aleteo del pájaro pasar cerca de mi cuerpo. Cuando levanté la cabeza, vi que los chimangos que estaban en el techo venían volando. Volví a cubrirme y los pájaros pasaron sobre mi cabeza y se posaron en el cartel, chillando. Estaba enfurecido. Malditos pájaros. Les arrojé lo que tenía en la mano, el paquete con las cartas. Pero los chimangos se fueron volando y las cartas chocaron contra el cartel y se desparramaron por el suelo.
Salí corriendo hacia el auto. Cuando nos íbamos, miré a través del espejo retrovisor. Los chimangos estaban en el suelo, despedazando las cartas con sus picos, y arrojando los papeles al aire, como confeti.

[Translated with Deepl. I am not satisfied with the translation of this text. In the original, it reflects the speech of people from two different places: the city of Buenos Aires and the interior of the province (and there are even some differences in the speech of the two people from the city). I don't know how to translate these nuances into English.]

Pueblo Esperanza

“Don't hold your nose," I said.
The smell was unbearable. It was hard to breathe. The house next to where we had stopped the car was a group of ranches and buildings to house farm animals. The roofs were made of sheet metal and there were various objects on them: bricks, wooden planks, old chairs, children's toys, all rotting because of the rains and the humidity. I wondered why people would throw those things on the roofs. Down on the ground, there wasn't a bit of grass. The chickens scratched the ground with their feet and pecked here and there, looking for bugs.
“I don't know how they live like this," said Juliet in a nasal voice. She was still holding her nose with her fingers.
“Come on, don't be a jerk.”
Julieta uncovered her nose, but kept her displeased face. We walked on, dodging puddles. It had been drizzling and the street was muddy. Next to the open gate of the house, a huge dog was sleeping. As we approached, it barely bothered to move its ears.
“The doorbell doesn't seem to be working," said Julieta, looking at the dog.
How many times had Juliet embarrassed me in front of friends and strangers? I had already lost count. She had that ability to say outrageous things at the most inopportune moments, at an inconvenient volume. Her friends said she was verbally incontinent. I couldn't deny it.
We walked a few steps along the fence in case we saw anyone. In the distance, some girls were playing soccer with a plastic bottle. I waved my arm in the air. The girls looked at us for a moment and ran away. They went behind a shed built with rusty metal sheets.
“Did you see?” Julieta said to me, holding back her laughter. “They walked like ducklings.”
“Stop it, Juli.”
“Really, they looked like ducklings.”
“They were playing.”
Juliet lifted her shoulders and smiled. That's what kids do, after all. Play at being doctors, warriors, singers or ducks.
“Why don't you clap your hands?” suggested Juliet.
Without waiting for my answer she started clapping noisily.
“Come on, don't you want to whistle too? Maybe they are sleeping... Let's ask elsewhere.”
Julieta put her hands to her mouth and whistled. I pressed my eyes with my hands and began to regret having come all the way to this town. Against my wishes, an older woman appeared among the sheds. She walked with difficulty, slowly. As she went along, she was beating the chickens with a cane. I waited for her to come a little closer before I spoke.
“Hello, how are you? I hope I didn't wake you up. We are looking for the Gómez house.”
The woman stopped walking. From her expression, she was very annoyed by our presence.
“Whose?” she asked me in a harsh, high-pitched voice.
“From the Gómez family.”
“Gómez? I don't know any Gómez around here. Cacho! Do you know any Gómez?”
A man, also older, leaned out of the door of one of the sheds. He was dressed like a gaucho, with a gaucho pants, beret and scarf.
“Gomez?” He shook his head. "There is no Gómez here, don. Are you sure it is Gómez?”
From the same shed came out a much younger woman, but with wrinkled skin like an elderly woman.
“The Gómez, Dad. The ones over there at the far end.”
The man looked at her in confusion.
“Get out of here!,” the older woman shouted at a chicken, while giving it a whack.
Juliet was startled and dug her nails into my hand. Another nasty habit, digging her nails into my hand to tell me she was getting nervous.
“Do you know Sonia's little house?” asked the younger woman.
“No, no idea, we are not from here.”
The woman seemed annoyed at my answer, although it was obvious that we were not from the village and that we did not know "la Sonia" or her little house.
“Look. Go straight this way until you see a big espinillo. Then you turn and go about half a kilometer. You will see old Sotelo's house, a half-green house. Then turn left and you will get to the Gómez's house.
“So I go straight on... and then I turn to where?”
“Turn right, there is a field on the other side.”
“Ah, that's fine, thank you very much.”
“No problem, Don.”
“Why are you looking for the Gómez?,” shouted the older woman as we were about to leave.
“No, nothing, we have some letters to give them.”
The woman slowly nodded her head several times. When we told at home that we were going to Córdoba, grandfather had asked us: "If you pass through the town of La Esperanza, I have some letters for the Gómez family.” Julieta had looked at me with wide eyes. Don't get into trouble, she wanted to say. But grandfather was grandfather and who knows how much longer he would last, poor man. In the villages everybody knows everybody, grandpa reassured us, you will have no problem finding them. Why does he want us to bring those letters, Julieta asked me later. I don't know, old man stuff.
“What weird people,” Juliet said when we got into the car. “Did you understand how to get there?”
“No, but I didn't want to keep asking. She said to follow it to the espinillo. I guess it must be a tree.”
“As if there were no trees around here…”.
On the side of the road, there was a tree every five meters or so. We had no idea how a espinillo was supposed to look. Maybe it had thorns, but we weren't going to go inspecting every tree. We drove about three blocks ahead. The houses were getting more and more precarious and the street had more and more pits and tracks of trucks and tractors in the mud. I began to fear that we would get stuck.
“It's getting kind of ugly here," said Julieta, "why don't we turn around?”
She was right. The best thing to do was to get out of that street. In any case, we had no way of telling the difference between a espinillo and any other tree. We turned right and proceeded down a street with very few houses. Apparently the previous street was "the main one".
“Look at that," said Julieta.
“I can' t believe you.”
In the distance, in an open field, two boys were riding galgos.
“Dude, this town is really weird. Those kids are riding dogs.”
“Maybe it's normal, I don't know.”
“How can it be normal to ride a dog? Are you kidding me?”
“I don't know, it's the countryside…”
“Dude, I can't believe it, they're riding dogs!”
We drove a few more blocks without finding any green building. I stopped the car at a house that could have passed for abandoned if it hadn't been for the clothes hanging outside.
“Let's go ask here,” I said.
“I'm not getting out, you go ahead.”
I got out of the car and clapped my hands. Some dogs approached. They were dirty and poorly fed. I clapped again, but nobody came out. I heard a whistle. Juliet had rolled down the window and was whistling from the car. I turned around to say something to her, but just then the door of the house opened. An older lady with very long white hair came out.
“Good morning, ma'am. How are you? We are looking for the Gómez house.”
I had the impression that the woman was startled.
“I'm not from here, ask Ruben there who is tying up the sheep.”
On the opposite sidewalk, a man was tying a sheep to an old post.
“Sir! How are you? Do you know the Gómez family?”
“The Gómez?” The man patiently finished tying the sheep. I approached him a little at a time. Maybe thirty seconds or a minute passed. Then he continued: "Straight ahead. Go that way and pass the track.”
I got into the car.
“We have to go straight ahead.” Just in case, I didn't mention the part about the tracks.
“I like your grandfather, otherwise..." Julieta lied.
We moved forward a few more blocks. There were no houses anymore, it was all wasteland.
“I'm a little afraid of this," said Julieta. “Why don't we go back?”
“Let's go on for a while and if we don't see anything, we'll leave.”
Juliet then let out a scream. She covered her mouth with her hand to try to contain it.
“Oh, dude, did you see that?”
“What happened?”
“That bird, dude, it took a cat.”
“Nah, how could it take a cat?”
“I swear, dude, it flew down and took a cat with it.”
“It can't be," I told him, "Look, there are the tracks.”
“Let's not go down, I'm afraid of this place.”
“Here comes someone walking. Let's go and ask.”
I braked the car near a man who had just crossed the tracks. This time I didn't get out. I left the car in gear and rolled down the window.
“Hello, how's it going? I'm looking for the Gómez family.”
The man was wearing torn pants, old espadrilles and a completely unbuttoned shirt. One of his eyes was pointed forward and the other to the side. He scratched the back of his neck before answering.
“The Gómez... You're mistaken, don," he said. “The Gómez are over there.” He pointed to an undetermined direction in the field.
“Oh, and how do I get there?”
“Uhh, you'll have to go back. There's just a little diagonal street…”
Julieta screamed when a huge bird landed on the hood of the car. I was startled too. The man was smiling. Juliet was again digging her nails into my hand.
“Hehe, chimangos don't do anything, ma'am.”
“Oh, sorry, they scare me a lot," said Julieta.
“Then I'll take that little street diagonally…”
“Yes, you go straight that way, it's a long way, Don. You'll see a little house on the right with a sign. That's where the Gómez family is.”
“A question," said Julieta. “Can these birds take a cat with them?”
“A cat? No, ma'am, at most a little mouse, a little pigeon.”
We greeted the gentleman and went back to the car. We took the little street. We were both nervous and a little scared. We didn't talk the whole way. In the distance, we saw a little house. We approached it with the car. It did not look like an inhabited house. It was very deteriorated, with fallen pieces of roof, broken windows, peeling walls. The grass didn't seem to have been cut in years.
Again, Julieta didn't want to go outside. She was restless, wanting to get out of town as soon as possible. As an optimistic nod to fate, I grabbed the little package with the letters. As the gentleman had said, there was a sign near the entrance of the house. It was very rusty. A chimango was perched on the sign and at least a dozen on the roof. When I got closer, I could read in letters blurred by time, "Thank you for visiting Pueblo Esperanza." The chimango on the sign screeched. We looked at each other briefly. And then the damn bird screeched again and swooped down on me. I ducked down, covering my face with my hands, and I could feel the bird's flutter pass close to my body. When I raised my head, I saw the chimangos on the roof come flying over. I took cover again and the birds passed over my head and landed on the sign, screeching. I was enraged. Damn birds. I threw at them what I had in my hand, the packet with the letters. But the chimangos flew away and the letters hit the sign and scattered on the ground.
I ran out to the car. As we were leaving, I looked through the rearview mirror. The chimangos were on the ground, tearing the letters apart with their beaks, and throwing the papers into the air, like confetti.

La fotografía es propia.
The photograph is my own.