Oliver, el conquistador

Oliver Colina, a sus veintiséis años, era la encarnación del privilegio y la belleza superficial masculina en la Escuela de Artes de la Universidad Central de Lobo City. Estudiaba en la mención de Bellas Artes, con especialización en pintura figurativa y bodegones, pero su verdadera maestría no residía en el lienzo, sino en el arte de la conquista. Alto, con el cabello castaño perfectamente peinado y una sonrisa de galán de Hollywood que había pulido frente al espejo durante años, Oliver se movía por los pasillos de la facultad no como un estudiante, sino como un depredador en su coto de caza. Era el prototipo del mujeriego, un hombre que usaba su atractivo como un cincel para esculpir deseos fugaces en los suspiros de las féminas.

Su reputación lo precedía como una colección de barajitas en el album de los corazones rotos. Recientemente, había traicionado la confianza de su novia de turno, una estudiante de posgrado, al enredarse en un sórdido y veloz idilio con la secretaria del decano de la facultad. La humillación pública fue un mero combustible para su ego. Meses antes, una aventura aún más resonante con una profesora de la Escuela de Literatura había terminado con un escándalo universitario que Oliver, lejos de lamentar, se encargó de narrar en detalle, fanfarroneando sobre la complejidad de manejar dos horarios académicos y un horario sexual a la vez.

Para Oliver, la universidad era una rotación constante de objetivos. Su frase favorita, dicha en voz alta cada inicio de semestre ante sus cómplices, retumbaba con un tono de derecho indiscutible: "Ahí vienen las novatas, carne fresca que aún no sabe lo que quiere. Y yo estaré aquí para mostrarles."

El inicio de aquel semestre de otoño trajo consigo a María Petit, una joven de diecinueve o veinte años, que rompió el algoritmo de conquista de Oliver.

María era una aparición. Su figura era espectacular, moldeada con una elegancia de modelo que desafiaba su ropa universitaria; vestía faldas cortas de tela suave y zapatillas deportivas baja que permitían la exhibición de sus piernas perfectas. Su cabello, de un brillante color naranja fuego, lo llevaba trenzado en dos gruesas coletas que caían sobre sus hombros. Pero lo que definía a María y la hacía legendaria desde el primer día era su silencio y su tapaboca. Nunca se lo quitaba. Cubría su nariz y boca por completo, y en un campus donde la interacción era ruidosa y constante, ella solo hablaba lo estrictamente necesario, con un tono bajo y neutro, un susurro que se perdía en el aire.

Oliver, el conquistador invicto, le puso el ojo de inmediato. Se acercó con su sonrisa de cuarenta kilates y su repertorio de piropos sobre la luz en sus ojos, pero María lo ignoró con una indiferencia tan profunda que resultaba insultante. A diferencia de otras, no se mostraba nerviosa ni impresionada; simplemente no lo registraba.

La frustración de Oliver creció con los días y con cada nuevo intento fallido, hasta convertirse en una obsesión ardiente. Los pocos momentos en que lograba acorralarla y ella le dirigía unas pocas palabras por cortesía forzada, Oliver sentía un escalofrío que le erizaba la piel. No era solo deseo; era una mezcla peligrosa de curiosidad, miedo primordial y excitación. Había algo misterioso en su contención, una promesa oscura tras la tela blanca que cubría la parte más expresiva del rostro. ¿Qué labios ocultaba? ¿Eran finos y crueles, o carnosos y húmedos?

Las noches de Oliver se poblaron de sueños eróticos con María. Soñaba con su cuerpo escultural entregado a la pasión, pero su rostro siempre era una sombra indistinta bajo el tapaboca. Una noche, el sueño se hizo más vívido y aterrador. Se veía en una cama, y María flotaba sobre él. Ella no lo tocaba, pero unas docenas de manos oscuras, esbeltas y largas como ramas, emergían de la penumbra de la habitación y lo abrazaban, acariciándolo y aprisionándolo por todos lados. De pronto, el rostro invisible de María se precipitaba, y unas fauces gigantes dotadas de colmillos labios jugosos intentaban engullirle entre las piernas, mientras una de las manos le apretaba el cuello con fuerza inhumana. Oliver despertó con el cuerpo empapado en sudor frío, la sensación de asfixia todavía palpable en su garganta, y una inexplicable excitación sexual.

Decidido a romper su defensa, Oliver dedicó todo un fin de semana a su arte, en un nuevo plan de conquista. Pintó un retrato de María. No de su rostro, por supuesto, sino de su silueta misteriosa, con las coletas de fuego y el tapaboca como un enigma central.

Se lo entregó en el campus. María, sin lucir impresionada, recibió el lienzo con un asentimiento breve. Oliver, aprovechando la apertura, se ofreció a hacerle una pintura en vivo; una sesión formal donde ella le serviría de modelo. Tras un instante de silencio inquietante, ella aceptó, anotando una dirección en su cuaderno sin dar un número de teléfono.

"¿Qué se cree esta mujer? Ya verá," pensó Oliver con una sonrisa cruel y victoriosa, el deseo dominando cualquier rastro de miedo. "Por fin vas a ser mía, pretenciosa ."

El día de la cita, Oliver se sometió a un ritual de preparación: el mejor traje, el perfume más seductor. Con sus implementos de pintura y un lienzo virgen, condujo siguiendo las indicaciones por el sureste de Lobo City. Durante más de una hora estuvo dando vueltas por esas calles desconocidas para él, hasta entrar a una zona donde el paisaje se volvió lucía inhóspito; las casas eran cada vez más escasas y distantes, y la maleza crecía sin control.

La casa de María estaba en una calle muy apartada entre viejos árboles y ceras derruidas. Era una estructura grande, antaño elegante, pero ahora descuidadamente sola. El color de la pintura se había desvanecido. María lo recibió en el umbral, sin decir una palabra, y lo invitó a pasar. La casa era grande y semi-oscura. Rayos de luz entraban como espadas angulares por ventanas sucias y, en algunos puntos, por agujeros circulares y misteriosos en el techo, iluminando el polvo suspendido en el aire. Oliver intentó una conversación superficial, preguntando si vivía sola, pero María no respondió, guiándolo directamente a un gran salón vacío.

Mientras Oliver montaba el caballete y organizaba su paleta, la anticipación y la adrenalina luchaban contra un creciente presentimiento. Cuando se dio la vuelta, el aliento se le quedó atascado en el pecho. María se había despojado de toda su ropa, quedando de pie frente a él. Su cuerpo era tan perfecto como había imaginado, una escultura de carne y fuego, inerte y serena. La sangre se encendió dentro de Oliver y tuvo que disimular su excitación disparada. Solo quedaba un detalle: el tapaboca blanco sobre su rostro.

"María, necesito que te quites el tapaboca," dijo Oliver, su voz un poco más forzada de lo normal.

Ella negó con la cabeza, mientras adoptaba una pose artística solemne. Oliver, nervioso, comenzó a pintar, concentrándose en las líneas de su cuello y la curva de su cadera. Insistió varias veces más que se quitara la tela, pero ella permanecía en silencio.

Finalmente, su paciencia se agotó, y su arrogancia tomó el control. Se acercó a ella con la excusa de corregir la curva de su brazo. Mientras fingía ajustarle el codo, sus dedos se deslizaron rápidamente hacia atrás y desataron el nudo detrás de su cuello.

El tapaboca cayó al piso como una hoja desprendida de un sauce.

María Petit giró lentamente la cabeza para mirarlo.

Los ojos de Oliver se abrieron como nunca y un grito se ahogó en medio de su garganta. No había labios. En lugar de una boca humana, un extraño y cartilaginoso órgano inundaba su rostro y comenzó a crecer rápidamente, alargándose como un telescopio de pesadilla. Era una especie de trompa, oscura y húmeda, que se abría en una roseta de encías carnosas y pequeños colmillos filosos y múltiples que giraban ligeramente, como el borde de un molinillo de carne.

Oliver retrocedió, negando con su cabeza la horrorosa realidad, pero de pronto estaba paralizado. El miedo había cortado los cables entre su cerebro y su cuerpo y no podía mover ni un solo músculo. La trompa, ahora completamente desarrollada, se movía como una víbora, recorriendo su cuerpo con una curiosidad viscosa.

Entonces, María comenzó a flotar cual diosa... o demonio. Se elevó del suelo sin esfuerzo, y del interior de su espalda, una docena de tentáculos extraños, oscuros y gruesos, parecieron salir y crecer como reptiles hambrientos, en instante alcanzaron al artista temeroso y se enrollaron alrededor de las muñecas y tobillos. Oliver se sintió desfallecer, cayendo hacia un abismo de terror. Estaba en el suelo, su elegante traje ahora un desastre de tela arrugada, y cientos de manos oscuras, las mismas manos de su sueño, surgieron de las sombras de la habitación y lo atraparon. Lo rasguñaban, lo apretaban contra el suelo polvoriento, buscando huecos en su ropa, susurrando sonidos guturales en el silencio de la casa abandonada.

Oliver gritaba, pero el sonido retumbaba y se perdía entre los pasillos de la casona. Nadie en esas calles distantes podría escucharlo.

La trompa asquerosa se acercó, dejando un recorrido baboso entre su pecho, cuello y orejas, deteniéndose justo sobre su boca abierta. Fue un beso. Un beso profundo y prolongado. Una lengua babosa y púrpura, gruesa como el puño de un hombre, se extendió desde el centro de la trompa e inundó la boca de Oliver, penetrando hasta su garganta, haciendo que el universitario se sintiera ahogarse con un sabor a ozono y salmuera. Intentó zafarse, forcejeando contra la presión insoportable de las manos que lo mantenían inmovilizado, pero era inútil.

Oliver Colina, el depredador que se alimentaba de la "carne fresca" de los campus, finalmente experimentó la verdad detrás de su arrogancia, comprendiendo en el último y agonizante segundo que había sido él presa de su lujuria y menosprecio por las féminas.

El conquistador, al fin derrotado, fue absorbido en silencio por una insaciable pasión que existía oculta, disfrazada, ataviada de María Petit.

Fin

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ENGLISH VERSION

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Oliver, The Conqueror

At twenty-six, Oliver Colina was the embodiment of male privilege and superficial beauty at the Central University of Lobo City’s School of Arts. He was majoring in Fine Arts, specializing in figurative painting and still life, but his true mastery lay not on the canvas, but in the art of conquest. Tall, with perfectly combed chestnut hair and a Hollywood leading man’s smile that he had honed in front of the mirror for years, Oliver moved through the faculty hallways not as a student, but as a predator in his private hunting ground. He was the prototype of the womanizer, a man who used his charm as a chisel to sculpt fleeting desires into the sighs of women.

His reputation preceded him like a collection of trading cards in the album of broken hearts. Recently, he had betrayed the trust of his current girlfriend, a graduate student, by getting involved in a sordid and quick affair with the Dean’s secretary. The public humiliation was merely fuel for his ego. Months earlier, an even more resonant adventure with a professor from the School of Literature had ended in a university scandal that Oliver, far from regretting, detailed extensively, boasting about the complexity of managing two academic schedules and a single sexual one.

For Oliver, the university was a constant rotation of targets. His favorite phrase, often spoken aloud to his accomplices at the start of every semester, resonated with a tone of indisputable entitlement: "Here come the freshmen, fresh meat that doesn't yet know what it wants. And I'll be here to show them."

The start of that autumn semester brought with it María Petit, a young woman of nineteen or twenty, who shattered Oliver’s conquest algorithm.

María was an apparition. Her figure was spectacular, sculpted with a model’s elegance that defied her student attire; she wore short skirts of soft fabric and low-cut sneakers that allowed for the exhibition of her perfect legs. Her hair, a brilliant fiery orange, was braided into two thick pigtails that fell over her shoulders. But what defined María and made her legendary from day one was her silence and her face covering. She never took it off. It completely covered her nose and mouth, and on a campus where interaction was noisy and constant, she only spoke the bare minimum, in a low, neutral tone, a whisper that dissolved in the air.

Oliver, the undefeated conqueror, immediately set his sights on her. He approached with his forty-carat smile and his repertoire of compliments about the light in her eyes, but María ignored him with a profound indifference that bordered on insult. Unlike others, she wasn't nervous or impressed; she simply didn't register his presence.

Oliver’s frustration grew with the days and with every failed attempt, escalating into a burning obsession. In the few moments he managed to corner her and she directed a few forced, courteous words his way, Oliver felt a shiver that raised his skin. It wasn't just desire; it was a dangerous mixture of curiosity, primordial fear, and excitement. There was something mysterious in her restraint, a dark promise behind the white cloth covering the most expressive part of her face. What lips did she hide? Were they thin and cruel, or full and moist?

Oliver's nights became populated with erotic dreams of María. He dreamed of her sculptural body surrendered to passion, but her face was always an indistinct shadow beneath the mask. One night, the dream became more vivid and terrifying. He saw himself in a bed, and María floated above him. She didn't touch him, but dozens of dark hands, slender and long as branches, emerged from the room's gloom and embraced him, stroking and imprisoning him on all sides. Suddenly, María's invisible face lunged forward, and gigantic, juicy-lipped jaws with sharp fangs tried to devour him between the legs, while one of the hands squeezed his neck with inhuman strength. Oliver woke up drenched in cold sweat, the sensation of asphyxiation still palpable in his throat, and an inexplicable sexual excitement.

Determined to break her defense, Oliver dedicated an entire weekend to his art, enacting a new plan of conquest. He painted a portrait of María. Not of her face, of course, but of her mysterious silhouette, with the fiery pigtails and the face covering as a central enigma.

He presented it to her on campus. María, showing no impression, received the canvas with a brief nod. Oliver, seizing the opening, offered to do a live painting; a formal session where she would pose as his model. After a moment of unsettling silence, she accepted, jotting down an address in her notebook without providing a phone number.

"Who does this woman think she is? She'll see," Oliver thought with a cruel, victorious smile, desire dominating any trace of fear. "You're finally going to be mine, pretentious little bitch."

On the day of the appointment, Oliver submitted to a ritual of preparation: his best suit, his most seductive cologne. With his painting implements and a virgin canvas, he drove following the directions to the southeast of Lobo City. For over an hour, he was driving around streets unknown to him, until he entered an area where the landscape looked inhospitable; houses became increasingly scarce and distant, and the undergrowth grew uncontrolled.

María's house was on a very secluded street among old trees and crumbling fences. It was a large structure, once elegant, but now neglected and lonely. The paint had faded. María received him at the threshold, saying nothing, and invited him inside. The house was large and semi-dark. Rays of light entered like angular swords through dirty windows and, in some places, through mysterious circular holes in the ceiling, illuminating the suspended dust. Oliver attempted superficial conversation, asking if she lived alone, but María did not respond, guiding him directly to a large, empty living room.

As Oliver set up the easel and organized his palette, anticipation and adrenaline battled against a growing sense of foreboding. When he turned around, his breath caught in his chest. María had shed all her clothing, standing nude before him. Her body was as perfect as he had imagined, a sculpture of flesh and fire, inert and serene. Blood rushed inside Oliver, and he had to disguise his heightened excitement. Only one detail remained: the white face covering over her face.

"María, I need you to take off the mask," Oliver said, his voice a little more strained than normal.

She shook her head while adopting a solemn artistic pose. Oliver, nervous, began to paint, concentrating on the lines of her neck and the curve of her hip. He insisted several more times that she remove the cloth, but she remained silent.

Finally, his patience wore thin, and his arrogance took control. He approached her with the excuse of correcting the curve of her arm. While pretending to adjust her elbow, his fingers quickly slipped behind her neck and untied the knot.

The mask fell to the floor like a leaf detached from a willow.

María Petit slowly turned her head to look at him.

Oliver’s eyes widened as never before, and a scream strangled itself mid-gasp in his throat. There were no lips. Instead of a human mouth, a strange and cartilaginous organ flooded her face and began to grow rapidly, lengthening like a nightmare telescope. It was a kind of proboscis, dark and wet, that opened into a rosette of fleshy gums and small, sharp, multiple fangs that rotated slightly, like the edge of a meat grinder.

Oliver recoiled, shaking his head in denial of the horrifying reality, but suddenly he was paralyzed. Fear had severed the cables between his brain and his body, and he couldn't move a single muscle. The proboscis, now fully developed, moved like a viper, tracing his body with a viscous curiosity.

Then, María began to float like a goddess... or a demon. She rose effortlessly from the floor, and from inside her back, a dozen strange, dark, and thick tentacles seemed to emerge and grow like hungry reptiles. Instantly, they reached the fearful artist and wrapped around his wrists and ankles. Oliver felt himself swooning, falling into an abyss of terror. He was on the floor, his elegant suit now a mess of wrinkled fabric, and hundreds of dark hands, the same hands from his dream, surged from the room's shadows and trapped him. They scratched him, pressing him against the dusty floor, seeking openings in his clothes, whispering guttural sounds in the silence of the abandoned house.

Oliver screamed, but the sound echoed and was lost through the mansion's corridors. No one on those distant streets could hear him.

The disgusting proboscis approached, leaving a slimy trail across his chest, neck, and ears, stopping right over his open mouth. It was a kiss. A deep and prolonged kiss. A slimy, purple tongue, thick as a man's fist, extended from the center of the proboscis and flooded Oliver’s mouth, penetrating down to his throat, making the university student feel like he was drowning with a taste of ozone and brine. He tried to break free, struggling against the unbearable pressure of the hands that held him immobilized, but it was useless.

Oliver Colina, the predator who fed on the "fresh meat" of the campuses, finally experienced the truth behind his arrogance, understanding in the last, agonizing second that he had been the prey of his own lust and contempt for women.

The conqueror, at last defeated, was silently absorbed by an insatiable passion that existed hidden, disguised, arrayed in the form of María Petit.

End

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