You're walking down an ordinary street. Imagine it lined with old, weathered buildings, their windows hanging precariously by a few stubborn screws on their hinges. The wind blows in gusts, not very strong now, but enough to rustle the windows and accompany the melody of the dust clinging to the wild leaves on the ground.

In the distance, you think you see a turtle in the middle of the street. The swirling wind moves in perfectly diagonal lines, caressing the windows on either side, but without scratching them.

You follow behind it, scanning the balconies for someone curious behind the curtains that billow, held aloft by the dignity of centuries past.

There's no one on those balconies, nor in the bar with its open partitions protecting the last drink poured atop the piano. There's a violin too, but you pretend not to see it because the piano has more of a cantina's charm, a rustic charm; or so you tell yourself to maintain your enigmatic presence.

You try to brush the dust off your shoes in the doorway. The air seems to stand still. A cat leaps onto the piano keys, and the sound of a note sends shivers down your spine.

You take a step back to keep from falling. You shake your head and tell yourself that you imagined that chord, that you remain trapped in the perpetual memory of her, and that you must continue fighting to forget her.

Perhaps you could ponder why it's always a cat jumping on the piano, just as you jump every time you try to sleep and the image of her presses on your wound, causing you to start creating stories again to distract yourself, because you can't even write a poem like you used to.

The wind moves the glass doors and you finally decide to go inside.

The first thing you see are several tables with glasses still bearing lip marks on their rims. To the right, a bar with three beer taps, a display case full of whiskey bottles, and another of vodka. The wine must be in the cellar, you thought.

To the left, a Victrola with a Louis Armstrong record, still not in the right place for the needle to immerse you in its melodies.

The sunlight reveals the dust in the room. In the background, a stage. Overhead lights perfectly concealed among strategically placed rigging.

The sun shines a little brighter now. You think you can imagine the light caressing the scene. You perceive her scent.

You catch your breath. You've just realized you've held it for what feels like an eternity. You pour a glass of vodka. You take a sip of whiskey. Another, and you set the small glass upside down on the bar in a perfectly synchronized motion.

You're alone. You know it, but you keep thinking about her. Your chest aches. Louis Armstrong begins to sing his lyrics. Now you wish you had written those songs so you could kiss her while she sang them for you on this dark stage.

Your chest aches. It aches... It hurts...

Stars shining bright above you...

Give me a kiss to build a dream on...

We have all the time in the world...

Nothing more, nothing less...

Only love.

Vas por una calle cualquiera. Imagínala rodeada de edificios antiguos, desgastados, con ventanas apenas colgando por algún terco tornillo de sus bisagras. El viento sopla por rachas, no muy fuerte ahora, pero lo suficiente como para mover las ventanas y acompañar la melodía del polvo que abraza a las hojas agrestes del suelo.

A lo lejos, te pareció ver a una tortuga en el medio de la calle. El remolino se mueve en líneas perfectamente diagonales acariciando las vidrieras a cada lado, pero sin arañarlas.

Vas detrás de él mirando los balcones en busca de algún curioso tras las cortinas que ondulan sostenidas en la dignidad de siglos pasados.

No hay nadie en esos balcones, tampoco en el bar con sus mamparas al descubierto para resguardar al último trago servido encima del piano. También hay un violín, pero haces como si no lo vieras porque el piano tiene más glamour de cantina, de paisaje agreste; o eso te dices para creerte el enigmático.

Intentas limpiar el polvo de tus zapatos en la entrada. El aire se detiene. Un gato salta sobre las teclas del piano y el sonido de una nota te hace vibrar.

Das un paso atrás para no caer. Sacudes la cabeza y te dices a ti mismo que ese acorde lo imaginaste, que continúas en la perpetuidad de su recuerdo y debes continuar luchando por olvidarla.

Quizá podrías ponerte a pensar por qué siempre es un gato quien salta encima del piano, como mismo saltas cada vez cuando intentas dormir y la imagen de ella te aprieta la herida y provoca comiences otra vez a crear historias para distraerte, porque ya ni siquiera logras escribir un poema como antes.

El viento mueve las mamparas y decides entrar finalmente.

Lo primero que encuentras son varias mesas con alguna copa aún con labios marcados en sus bordes. A la derecha, una barra con tres dispensadores de cerveza, una vitrina cubierta de botellas de Whisky y alguna otra de Vodka. Seguro el vino estaría en el sótano— decías.

A la izquierda, una victrola con un disco de Louis Armstrong aún sin ubicar en el sitio preciso para que la aguja te sumerja en sus melodías.

La luz del sol delata el polvo del recinto. Al fondo, un escenario. Luces cenitales perfectamente ocultas entre unas tramoyas estratégicamente ubicadas.

El sol brilla ahora un poco más. Crees imaginar la luz acariciando la escena. Percibes el olor de ella.

Recuperas el aliento. Te acabas de dar cuenta llevabas segundos interminables sin respirar. Sirves una copa de vodka. Tomas un trago de whisky. Otro más, y dejas el vaso pequeño boca abajo en un gesto perfectamente sincronizado contra la superficie de la barra.

Estás solo. Lo sabes, pero te empeñas en pensarla. Te duele el pecho. Louis Armstrong comienza a cantar sus letras. Ahora hubieras querido haber escrito esas canciones para besarla mientras ella estuviera cantándolas para ti en este escenario oscuro.

Te duele el pecho. Te duele... Duele...

Stars shining bright above you...

Give me a kiss to build a dream on...

We have all the time in the world...

Nothing more, nothing less...

Only love.